miércoles, 25 de julio de 2012

La pobreza, las cifras y el colapso de la esperanza



Suelen ser tan despojados los números, tan permeables a las lecturas interesadas, tan tan fríos en su mirada de cuadro geométrico, punto de partida para volantazos programáticos de coyuntura. Sólo se deconstruyen los números, se los desestructura, si se rompen en caras, en historias, en sangre caliente volcada en la alcantarilla de un suburbio. 1.507 pesos para que una familia asome su cabeza del naufragio y deje de ser pobre es sólo un capricho estadístico. Dos millones y medio de indigentes de núcleo duro, esa cáscara epidérmica que no perfora el martillo neumático de las planificaciones sociales, es una acumulación de ceros sin piel. Ocho millones de pobres sin horizonte de transformación real representan sólo el residuo de lo que fue el infierno. Cuando los millones eran veinte y el país un cementerio de fin de mundo. Y al ser menos, tanto menos, dejan de ser. Ya no son ojos ni piernas varicosas ni brazos marcados ni mocos en mínimas narices que huelen la leche materna flaca a la hora del hambre.


El flamante informe del Observatorio de la Deuda Social Argentina (dependiente de la Universidad Católica) admite una baja en los índices que, aunque en lógica riña con el realismo mágico del INDEC, rescata una reducción de 3,8 puntos en la indigencia y de 4,7 puntos en la pobreza entre 2010 y 2011. Que es real e indiscutible. Pero que no eclipsa el escándalo de los ocho millones que gastan su vida en caminar al borde del abismo, resignados a un territorio heredado y aprendido, con el fatalismo de que no habrá chance para ellos ni para sus hijos de cruzar hacia otras orillas. Porque las naves fueron incendiadas y los puentes levadizos se quedaron en los cuentos.

Pero en ese país aparte de ocho millones, en esa glosa multitudinaria del país vidriera, hay dos millones y medio bajo la tierra. Dos millones y medio son 25 ciudades como Junín, como Tandil, como Pergamino. Dos millones y medio que sufren hambre, frío, viven entre chapas y disponen de la muerte como oferta más razonable de futuro inmediato.

La reducción de los índices es importante pero no crucial. El país que se quebró desde hace décadas, que se rompió en su entraña más íntima, no sólo creó una inseguridad extrema de la que no hay protección posible con rejas ni alarmas (la inseguridad alimentaria atrapa al 15,9 % de los hogares con niños), no sólo conserva el hambre criminal en la tierra donde los commodities record crecen hasta en las banquinas, sino que institucionalizó el desasosiego, la aceptación fatal del no ser como destino, la adaptación al afuera con las herramientas que haya, la cultura de la pobreza sin conciencia insurgente, resignada a la transmisión generacional. Tal como la pensó Oscar Lewis en Sánchez y en sus hijos, en un impresionante relato antropológico. Pero no en el México de los 60, sino en la Argentina del tercer milenio. En el país en el que los sueños fueron languideciendo como atardeceres de invierno y los otros comenzaron a ser ajenos desde una cuarentena de años atrás, despacito, hasta que la comunidad dejó de ser común, los otros están afuera y amenazan y la construcción colectiva es un antojo discursivo de los trasnochados.

Un hombre joven con un niño en brazos, tapadas las orejas con la capucha de una camperita polar, junta el índice y el pulgar hasta hacer la señal redonda de una moneda ante los autos que arrancan cuando el semáforo apaga el rojo. En la esquina lo esperan una mujer y otros tres niños, pero más grandes. Cuatro adolescentes se apilan en una ochava con un caño y tres birras. Fuman lo peor, lo más barato. Lo que vende el transa del barrio. Lo que ayuda a la no conciencia. Y disculpa al futuro por su ausencia con aviso. El trailer de la película incluye a la piba embarazada a los trece, asombrada de lo que le crece en el vientre. Replicando el desamparo fatal como ya lo hizo su madre y su abuela y lo hará su niña.

Por la escuela pasarán sin huella. La educación estatal dejó de ser pública para ser elitista y herramienta fileteadora del sistema. Para la pobreza hay escuelas pobres, con contenidos pobres, paciencia corta y eyección temprana. Para la pobreza hay hospitales tumultuosos, horas de espera, dientes que no se recuperan, genéricos de baja calidad, quimioterapias que atrasan décadas, internaciones quiméricas porque no hay camas, médicos apurados porque no hay tiempo, huesos mal soldados porque no hay yeso, infecciones que se arraigan porque no hay antibióticos. Enfermedades para pobres, alimentos para pobres, docentes para pobres, braseros con monóxido de carbono para pobres, casas –no casas- para pobres, conciencia de que ése es el territorio que se les concedió y de ahí no se sale.

Ese es el peor de los monstruos, engordado con sangre como el parásito en el almohadón de plumas. Es el corte brutal entre un mundo y el otro, la decisión sistémica de que haya un afuera y un adentro y la violencia que explota focal en la nueva criminalidad de las últimas décadas, sin el objetivo de rebelión libertaria sino apenas el de intentar tomar, ciega e individualmente, aquello que, intuye, debió haber sido suyo en el sótano de la inequidad.

Es el peor de los fantasmas. El de la resignación y el futuro derogado. El que no se ahuyenta con subsidios ni asignaciones. El que no cambia aunque muten los índices oficiales y no oficiales de pobreza y de indigencia. Aunque un plan mejore por un rato el menú. Y haya una visita de espinacas y duraznos para asombro de los pibes que jamás habían palpado esa piel ni sentido ese perfume. A los pibes no se les abrirá el horizonte ante los ojos porque su madre está sola y los pobres son más pobres cuando la mujer es jefa de familia y más pobres aun cuando hay niños en casa. Y tantas veces para su madre la violencia que le asestan es natural y lo es también su propia violencia y la violencia del estado que la separa y la destierra y la obliga a convencerse de que está bien así. Y de que ni la escuela ni la voluntad ni el coraje le pondrán alas a esa condena.

Ese es el daño más profundo. La más ardiente de las heridas. El destierro de los remanentes. Y el colapso de la esperanza.

No sólo habrá que inventar un nuevo amanecer. Sino que habrá que despertar a millones de resignados para que crean en él. Y ese embrión de certeza es un niño.

Cada uno que nazca, pertinaz e inconciente, será una chispa. Y otra y una más. Hasta que encienda.

Por Silvana Melo

Fuente: Agencia de Noticias Pelota de Trapo

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