jueves, 4 de diciembre de 2014

Leo y comparto (Por Eduardo Galeano)

Los huérfanos de la tragedia de Ayotzinapa no están solos en la porfiada búsqueda de sus queridos perdidos en el caos de los basurales incendiados y las fosas cargadas de restos humanos.

Los acompañan las voces solidarias y su cálida presencia en todo el mapa de México y más allá, incluyendo las canchas de fútbol donde hay jugadores que festejan sus goles dibujando con los dedos, en el aire, la cifra 43, que rinde homenaje a los desaparecidos.

Mientras tanto, el presidente Peña Nieto, recién regresado de China, advertía que esperaba no tener que hacer uso de la fuerza, en tono de amenaza.

Además, el presidente condenó “la violencia y otros actos abominables cometidos por los que no respetan la ley ni el orden”, aunque no aclaró que esos maleducados podrían ser útiles en la fabricación de discursos amenazantes.

El presidente y su esposa, la Gaviota por su nombre artístico, practican la sordera de lo que no les gusta escuchar y disfrutan la soledad del poder.

Muy certera ha sido la sentencia del Tribunal Permanente de los Pueblos, pronunciada al cabo de tres años de sesiones y miles de testimonios: “En este reino de la impunidad hay homicidios sin asesinos, torturas sin torturadores y violencia sexual sin abusadores”.

En el mismo sentido, se pronunció el manifiesto de los representantes de la cultura mexicana, que advirtieron “Los gobernantes han perdido el control del miedo; la furia que han desencadenado se está volviendo contra ellos”.

Desde San Cristóbal de las Casas, el Ejército Zapatista de Liberación Nacional dice lo suyo: “Es terrible y maravilloso que los pobres que aspiran a ser maestros se hayan convertido en los mejores profesores, con la fuerza de su dolor convertido en rabia digna, para que México y el mundo despierten y pregunten y cuestionen”.

lunes, 1 de diciembre de 2014

Entre la tragedia y la farsa

No sin sorpresa estamos asistiendo a un debate que pone en evidencia ciertas construcciones culturales, políticas e ideológicas que, no por intelectualmente perimidas, dejan de ser socialmente peligrosas. Y es frente a esta situación que consideramos importante dedicar algunas líneas a reflexionar al respecto, con la idea de refutar ciertas creencias que no hacen más que exhacerbar una situación ya de por sí injusta, como lo es la discriminación sufrida día a día por parte de un pueblo que habita ancestralmente estas tierras que hoy pisamos, y en las cuales -y por las cuales- ven violados sus derechos como Nación preexistente a la nuestra.
 

En las últimas semanas, en la ciudad de San Martín de los Andes se originó una fuerte discusión entre el Ejecutivo municipal, por un lado, y un grupo de ediles (apoyado por un sector no menor de vecinos), por el otro, en torno a la propuesta del primero de izar oficialmente la bandera Mapuche junto con las enseñas argentina y provincial en la plaza San Martín de esa localidad. Una iniciativa que sin dudas debiera ser vista como un acto de justicia social y de parcial -muy parcial y limitado- reconocimiento histórico, como lo es que el wenufoye ondee en lo alto de un mástil cordillerano, sin embargo ha sido interpretado por los segundos como si se tratase poco menos como un acto de secesión. Una medida absolutamente legítima en términos históricos, y completamente legal en términos jurídicos, ha sido percibida como una afrenta.

Ante esta situación, lo primero que debieramos recordar es que la idea de Nación no se contrapone a la de Estado. Y es en tal sentido que el pueblo Mapuche reivindica su ser nacional, en tanto sus miembros comparten una misma cosmovisión, una misma lengua y una misma cultura aún dentro de un Estado argentino que reclaman plurinacional, como sin dudas lo es en los hechos. Hechos y realidad que se hallan muy lejos de la fantasía disgregadora y discriminatoria de homogeneidad étnica, racial, cultural e identitaria que, desde los inicios del proceso de conformación del Estado argentino hace más de 200 años, ha movilizado históricamente a determinadas facciones de poder. Homogeneidad que no es más que un mito. Pero un mito en cuyo nombre se han cometido todo tipo de abusos y tropelías. Y allí estriba su peligrosidad.