Le asestaron nombre y estigma. Le marcaron su territorio. Maxi, con apenas 11 años niños, es –para el Estado, para los medios, para las gentes- “Chucky”. Un diario fue un tanto más allá incluso y graficó la nota con una imagen aterradora del muñeco maldito. De ese sello no se vuelve.
Para él, la primera vez fue seguramente como entrar a un mundo de ruidos y sombras. La ciudad entera marcando el territorio sobre él. Con sus engendros y fantasmas.
Rubio. Menudo. Con los rulos cayendo despeinados sobre la frente. Indefenso, con su cuerpo tenue y frágil para aplicar un sinfín de vulneraciones. Los 8 ó 9 años de Maxi eran furiosamente sutiles ante tanto cemento desmadrado. La ciudad se vestía de monstruo ante sus ojos. Y la pobreza inquebrantable lo arrojó a la arena de los leones sin miramientos. A esas diagonales perversamente diseñadas para su caída. Una y mil veces caída. Hasta doblegar. Hasta transparentar su vida que tantos días se parece a la no vida. Y por eso hay que domarla con elixires que envenenan y desdibujan al menos por un rato.
Es uno más en el batallón de los maltrechos. Hijos de todas las nadas. Veteranos de todas las guerras de la calle. Desde aquellos primeros días hasta hoy pasó demasiado tiempo. El necesario para hacer de él un niño de tan sólo 11 años que ya no se permite jugar. Va a la olla de la plaza San Martín como tantos otros pibes que pugnan por un cuadrilátero de sol en la gran capital de la provincia. A metros nomás de los hombres del poder. Pero no se lanza al potrero del juego. Lo suyo es otra cosa.
Maxi tiene la voz rasgada. Ronca. Vieja. Cansada. Carga con todos los estigmas. Los propios, los ajenos, los de todos los ejércitos infantes que sitian la ciudad por un mendrugo de nada. Por una lágrima de todo.
Maxi vive en el más allá. Donde Melchor Romero, ahí nomás de La Plata, deja atrás el asfalto y se hace tierra profunda. Una casilla descalza y sin abrigo al fondo del camino, detrás de la tranquera solitaria. Ahí sí Maxi recupera desde los túneles de la historia un retazo de niñez y potrerea con otros que se le parecen. Ahí, cerca de donde alguna vez fue chiquito. Donde supo tener varios manojos de hermanos. Nadie sabe bien cuántos. Dicen que 15, tal vez, 16. Que dos o tres se murieron. Que otros dos purgan culpas sistémicas detrás de algún muro.
Llegó a la vida cuando el país ardía. Las huelgas, en aquel enero de 2001, atravesaban rutas, empresas, municipios, cárceles. Los brazos caídos de los trabajadores le anunciaban que no estaba llegando a una fiesta. Los brazos caídos le advertían que estaba arribando a una tierra golpeada, de persianas bajas, de máquinas que procesaban desesperanzas. Berreó pero nadie atisbó panes debajo de su brazo.
Cuando por primera vez dejó atrás a su Melchor Romero y se le atrevió a la gran capital de la provincia más poblada del país, los ramilletes de infancia desperdigada por las noches en las obras en construcción, en las escalinatas del Teatro Argentino o en las del Pasaje Dardo Rocha se multiplicaban. El, entre todos ellos. Prepeándole al frío, al hambre, a los golpes de sobreviviente; a la policía, que fue entreviendo en él a un pertinaz prófugo de sus garras. En apenas dos o tres años todo fue mutando. Ellos siguen siendo cachorros callejeros pero las noches de la ciudad deben estar limpias de sus mieles ácidas y tienen que buscar casillas o techos que protejan la vista de los paseantes.
Dicen que integró bandas. Que irrumpe en las conciencias con los piedrazos del mero existir. Que todo es necesario para pagar ese pasaporte imprescindible al olvido que le propinan sus adicciones. Once años. Once veces uno. Esta vez, como tantas, el Estado recordó su existencia. Lo internó a la fuerza en el Hospital de Niños “por su adicción a las drogas y un balazo de hace meses”, dijeron los diarios. Por un rato nomás, en esas necesarias intervenciones del Estado que en ocasiones significan un par de bolsas de comida o ropa, una bicicleta o chapas para la casilla. En otras, una internación para curar de los males capitales. Y en algunas más un gatillo de fácil recorrido o unas rejas divisorias del resto del mundo. Mientras tanto, se escuchará de fondo la orquesta de ritmos perversos que harán sonar para regocijo de los poderosos las voces mediáticas que caracterizarán la niñez vulnerada con nombre y destino de muñecos monstruosos.
Maxi sigue teniendo 11 años. Carga sobre sus hombros con los estigmas que le espetaron el mismo enero de 2001 en que amaneció al mundo. Esta vez, como tantas, fue detenido después de un robo en un negocio de la ciudad. Tenía una vieja herida de bala de sus propios infiernos, seis o siete meses atrás. Cuentan que salió erróneamente del arma que cargaba otro chico como él. Dicen que nunca nadie lo curó y es una de las tantas de sus vidas.
La historia de Maxi es la cara real del capitalismo. Es el perfume de la desesperanza. Allí donde hace rato que la infancia dejó de ser privilegio. Ese sitial perverso en el que el sistema va depositando todos los sobrantes de su estrecha felicidad.
Por Claudia Rafael
Fuente: Agencia de Noticias Pelota de Trapo
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