Se levanta muy temprano y va hasta el monte. Empieza a cortar leña con su hacha, amontona los restos de algarrobo y después empieza el traslado hasta los hornos de ladrillos de barro que parecen iglúes morochos que están siempre al costado de las rutas y caminos de tierra en estos parajes del departamento Vera, uno de los que conforma el techo de la provincia, antes del límite con el Chaco. Luego hay que prender el horno, avivar el fuego y dejar varios días que la lenta cocción convierta la madera en el carbón que después será usado en las parrillas de las ciudades. La producción de Humberto varía de acuerdo a los vaivenes del clima.
En veinte días puede llegar a las cuatro toneladas de carbón.
Le pagan 680 pesos por tonelada.
68 centavos por kilogramo de carbón.
-Es un trabajo duro, insalubre. El polvillo que sale del horno es difícil. Es muy rústico todo. No tenemos máscaras. Nada. Ahora estamos intentando formar una cooperativa. Vamos a ver qué pasa – dice Ortiz que tiene 45 años y parece mucho más.
Tiene siete hijos.
No quiere por nada del mundo que tengan su oficio.
-Que no pasen por todo. Quiero que estudien. Que Dios no lo permita. Por eso es necesario que me sacrifique yo. Para que ellos tengan otra cosa en el día de mañana porque estoy seguro que el monte se va a terminar. Todo esto se va a terminar – dice Humberto mientras se las arregla para seguir colaborando con la escuela donde sus hijos buscan un mañana diferente, sin hachas, sin hornos negros de la altura de un hombre, sin polvillo que se meta hasta en las venas.
Para Adolfo Omar Voytacek, maquinista ferroviario, de la ciudad de Vera, vivir en lo que queda de la cuña boscosa se hizo más difícil desde el saqueo ferroviario.
-Acá el tren traía el pan, las revistas, el agua, los medicamentos…todo. Absolutamente todo pasaba por el tren. No tiene nombre lo que hicieron cuando destruyeron el ferrocarril…el corazón del mundo dejó de latir, me entiende…-dice el maquinista y no quiere que le vean las lágrimas de bronca y amor que le explotan.
-Porque para mí el ferrocarril es la novia que tuve a los quince años. El amor más grande que tuve, el más grande que tengo, el amor más grande que tendré. Eso es el ferrocarril y no puede ser que no se entienda – afirma Voytacek.
Hasta el día de hoy, allí, en Intiyaco, el agua potable no viene de red, sino de la lluvia. Y la acumulan en las “represas” que hizo el ferrocarril.
Cuando privatizaron los trenes y levantaron ramales y durmientes, Intiyaco sufrió el segundo terremoto de su historia.
Aquella población que alguna vez tuviera cinco mil habitantes, hoy apenas llega a mil cuatrocientas personas.
Cerca de allí hay pueblos fantasmas. En Florida, por ejemplo, los edificios de la escuela, la panadería y otras grandes casonas, son testigos del saqueo del cual todavía no hay responsables. Nadie se hizo cargo de semejante despojo.
Solamente los que se quedaron a resistir.
-Los pueblos se volvieron mudos…-describe con una extraordinaria precisión Don Verón, uno de los que todavía insisten en estas regiones.
No es casualidad que las luces malas aparezcan cerca de Florida.
Son señales que no tienen explicación pero que, quizás, expliquen que allí donde aparecen está la prueba de algo muy malo que le han hecho a generaciones enteras y que todavía no tienen respuestas.
Allí en Intiyaco, el saqueo de La Forestal y el robo de los ferrocarriles buscan la rendición incondicional de lo humano.
Sin embargo, con sacrificio, melancolías y broncas varias, hacheros, carboneros, peones, ex ferroviarios, mujeres, pibas y pibes intentan construir otro presente. Aunque los grandes medios no hablen de esta epopeya cotidiana.
Por Carlos del Frade
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