“Podría decirte muchas cosas más pero estoy quebrada…que también me siento entrampada en este sistema. Que frente a esto que te pasó no tenga explicaciones para darte. Que todo lo que hice fue poco. Que tengo en mi cabeza tantos otros inocentes como vos que sufren el desamor, la desidia y la desigualdad social”. (De la carta abierta de Paula, antigua maestra de Rodrigo Simonetti)
No hay coraza para tanta muerte. No hay sitio para refugiarse de esa gigantesca crueldad entre las calles. No hay modo alguno de espantar la desidia y la perversidad de un Estado omnipresente de los modos más indignos. Rodrigo todavía sonríe desde esa foto. A pesar de todos hay una foto, existe, es. Desde ahí dibuja un mohín por el que asoma una chispa de alegría. Tenía once años y los dientes desparejos y ausentes de la infancia. Integraba los abultados ejércitos de descarte que el sistema va amasando pacientemente a través de los tiempos. Su grito destemplado de cobijo y vulnerabilidad fue sordamente acallado por los organismos del Estado que desvían peso sobre peso para suertes más redituables al poder. Pero él en la foto sonreía. Con el escudo del Pincha para frenar el derrumbe de la historia sobre sus propias espaldas. No pudo. Demasiado frágil. Demasiado endeble para el peso de la pobreza eterna y pertinaz.
Lo encontraron destrozado en un pasaje angosto de Ringuelet, con su eterna camiseta de Estudiantes de La Plata y un buzo. El fiscal buscará o no al culpable. Lo hallará, quizás. Lo acusará. Lo juzgará, tal vez. A lo mejor, hasta lo condenará. O de lo contrario, la crónica jurídica de su crimen quedará enterrada en cajones abultados por otros tantos expedientes que contienen otros homicidios impunes. Pero hay otros culpables que jamás son sentados en el banquillo. Que nunca ven sus rostros expuestos ante los tribunales de los prescindibles de la patria. Que tienen perfectamente aceitados los mecanismos estructurales para nunca, jamás, tener que responder.
Rodrigo era uno en medio de su batallón de hermanos. Había aprendido mansamente el oficio de estirar la manito para pedir monedas. Cada tanto regresaba a esa casa tan poblada de Altos de San Lorenzo, en los arrabales de La Plata. Ahí donde el olvido reina los días de los desarrapados. A veces llegaba con cuatro de sus hermanos a la olla popular de plaza San Martín. A pocos metros del poder político de la provincia más poblada del país. A segundos, nomás, del despacho de Daniel Scioli. Donde se presupuestan bienestares ajenos a la infancia del olvido. Donde se pacta ese destino cruento de arrojar por los despeñaderos los desechos de la producción. Donde las calculadoras ubican el debe y el haber en el sitio exacto de la inequidad.
“El gasto público para 2012 estará orientado a equilibrar las políticas de bienestar, que privilegian a los sectores más vulnerables de la sociedad”, dijo el gobernador meses atrás. Y aseguró que “la acción conjunta y articulada de los distintos niveles de Gobierno ayudará a minimizar los efectos colaterales” que la crisis económica internacional pudiera generar. “Minimizar”, aseguró. ¿Hasta qué porcentaje? ¿Dónde es aceptable detener la vara en la que se decide que es posible convivir con la asimetría? Quizás el interrogante más profundo sea el de saber el real significado de “efectos colaterales”. Como en las históricas guerras petroleras estadounidenses, los efectos colaterales están muy lejos del sillón de mando. Allí donde los edificios enteros se desploman, donde los pulmones de los nadies respiran napalm, donde las calles estallan de sangre y muerte, donde el 90 por ciento de las víctimas se llaman “efectos colaterales”. Se llaman Rodrigo. Que era una muerte preanunciada en grandes titulares desde que sus primeros berreos asomaron a la vida. Sin cohetes ni serpentinas que aplaudiesen su llegada como la de una semilla nueva entre los amaneceres de la tierra.
Rodrigo fue un efecto colateral. Por eso iba tres veces por semana a un merendero. Por eso iba con sus hermanos a la olla de la APDN en plaza San Martín. Por eso, Paula Luque, su maestra, fue una y mil veces a buscarlo. Y no tuvo respuestas del Estado. Como no las tuvo la APDN. Ni el resto de los Rodrigos que deambulan las calles de los arrabales. Como no la tuvo tampoco la pequeña tucumana Mercedes Figueroa, con sus seis años a cuestas. Aquella que derramó la bondad de Beatriz Rojkés de Alperovich, presidenta provisional del Senado, que cargó de culpas a una familia hundida en el abandono. Y que por estos días dijo “al menos ahora vas a dormir tranquila, porque tu hijo no está más en la calle” a Dora Ybáñez, madre de un chico muerto por el paco en Tucumán. Tampoco hubo respuestas para Diego Gómez, masacrado en un zanjón olavarriense a los 14. Sin padres ni abrigo. Con un policía señalado por su crimen pero nunca investigado.
Unos y otros encerrados bajo cielos oprimentes que destilan condenas. Víctimas de un destino prefigurado hace cientos de años y perfeccionado en tiempo presente. Expulsados a islotes perdidos de desolación y hambruna. Donde la dignidad no entra ni tiene cabida, a los ojos de los poderosos. Donde las penas enjugan las lágrimas en el barro del desconcierto y el abandono. Donde el paco, el gatillo fácil, el hambre, el olvido son piezas indispensables para el refinamiento del racismo sistémico de los excluidos. Donde el destierro es el estigma sobre la frente. Hasta que la muerte abre fauces y devora. Y el Estado, ahí sí, el Estado y sus eternos jinetes del Apocalipsis ponen en marcha la maquinaria penal de la culpabilización y la oscuridad.
Por Claudia Rafael
Fuente: Agencia de Noticias Pelota de Trapo
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