miércoles, 13 de junio de 2012
Juicio a los envenenadores
Niños impregnados de veneno. Pueblos desalojados. Bosques exterminados. Muertes lentas. Malformaciones y trastornos neurológicos. Cáncer y leucemia. 190 millones de litros de agrotóxicos se derraman anualmente sobre los sembrados. Pero también sobre la piel, el agua y el alimento de la gente. Las malezas caen casi instantáneamente. Y los pájaros. Y los peces. Y la gente, que también es una mala hierba que entorpece el negocio. Sólo crece, lo único que crece, es la soja mutante. Preparada en los laboratorios para resistirlo todo, engendro impredecible creado para saciar la voracidad implacable del modelo agroexportador. Muchos muertos, mucho terror, mucha enfermedad como castigo divino debió soportar el Barrio Ituzaingó Anexo de Córdoba, ninguneado durante años por los poderes político y económico. Para quienes es más viable la renta que la vida. La lluvia de endosulfán y glifosato durante años diezmó el barrio. Y la resistencia de las Madres de Ituzaingó pudo llevar a juicio a un puñado de productores y a un fumigador. Perejiles de un sistema que, sin embargo, se ve interpelado desde este lunes. Con una tímida visibilidad que los grandes medios se ven obligados a conceder.
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Pasaron cuatro años desde que Medardo Avila Vázquez vio la lluvia tóxica que caía sobre las casitas de Ituzaingó. Era el subsecretario de Salud de la Municipalidad de Córdoba. Su denuncia por “envenenamiento” y la presencia de endosulfán y glifosato en los patios, motorizaron una investigación ardua y compleja que terminó este lunes en Tribunales.
Cincuenta millones de toneladas de soja cosechadas por año en diecinueve millones de hectáreas (en 2003 eran doce) necesitan de 190 millones de litros de agrotóxico. Que hacen factible el perfil agropecuario rabioso, cimentado en el imperio de la soja transgénica –que ocupa el 56% de la superficie cultivada- y que se vuelve ciego e impiadoso ante sus consecuencias sociales, sanitarias y ambientales.
Todos saben que dos productores y un aeroaplicador son los peones de un sistema de extrema crueldad, sostenido por las multinacionales y avalado por los gobiernos disciplinados que conniven y complacen. Pero confían en que, al menos simbólicamente, se desnudará su responsabilidad básica. Y un desprecio por la vida que se llevó a José Rivero (cuatro años), Nicolás Arévalo (cuatro años) en Lavalle, Corrientes; los tres primitos Portillo en El Tala, Entre Ríos; Ezequiel, en el establecimiento Nuestra Huella, Pilar. Y centenares que murieron por cánceres y leucemias que nadie quiso explicar, que nacieron sin dedos, con trastornos cognitivos, con riñones que no filtran, que tienen los pulmones como una piedra pómez y la garganta cerrada. Y los pájaros envenenados con semillas de soja. Y los perros y las vacas que cayeron días antes que José y Nicolás. Y la tierra que agoniza, la tierra descartable, agotada por el monocultivo, rasurada de montes, arrasada por la sequía y la inundación.
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El 28 de febrero –recuerda Darío Aranda en ComAmbiental- “la Presidenta anunció que investigadores de la Universidad Nacional del Litoral (UNL), del Conicet y la empresa Bioceres habían logrado una semilla resistente a la sequía y que lograba `altos rendimientos´, lo que posibilitaría el avance sobre regiones en la actualidad hostiles al monocultivo”.
La frontera agropecuaria se extenderá aún más y más, encerrando en los rincones del descarte a pueblos, campesinos, montes, pájaros y toda forma de vida en rebelión que intente resistir a la nueva transgénesis. Que pondrá su lluvia envenenada para matar la heterogénea maleza que la rodee. Y quede sola, imperial, en la base de sustentación del modelo económico de la década y en la brutal concentración de riquezas que desiguala y destierra.
El endosulfán es mortífero y barato. Por eso su uso masivo en el país, a pesar de que el Convenio de Estocolmo sobre Compuestos Orgánicos Persistentes –del que la Argentina es suscriptora- lo prohibió por su “extrema peligrosidad”. La Red de Acción sobre Plaguicidas –600 organizaciones de 90 países– describe sus efectos: “deformidades congénitas, desórdenes hormonales, parálisis cerebral, epilepsia, cáncer y problemas de la piel, vista, oído y vías respiratorias”. El glifosato es el agrotóxico estrella del planeta sojero. El célebre Roundup de Monsanto, que se esparce de a diez litros por hectárea. Su publicidad reconoce en letra ilegible o en aceleradísimo discurso inaudible que “su uso inadecuado puede ser peligroso para la salud”. Donde pasa el Roundup nada queda. Salvo la soja transgénica, que, como las cucarachas del Carbonífero Inferior, sobrevive a diluvios y glaciaciones.
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Un día la vida empezó a cambiar en el barrio Ituzaingó Anexo, en los arrabales de Córdoba. A nadie le faltó un vecino enfermo de cáncer. Los niños nacían con malformaciones. La garganta y los ojos picaban a determinada hora del día. Había que hacer fuerza para respirar. La gente tranquila despertó. Y vio los plantíos que abrazaban el barrio. La soja aparecía en la vereda de enfrente. Apenas separada por una calle moribunda. Los aviones en descontrol les llovían de veneno los techos y las cabezas, las huertas y la piel, el tanque de agua mal cerrado y la tierra que amasan los chicos. Diez años pasaron la madres del Barrio Ituzaingó en pie de grito. Hace seis, analizaron la sangre de 30 chicos. 23 tenían pesticidas.
La desregulación aluvional de los 90 concentró la explotación agropecuaria en cuatro manos poderosas. Y arrasó con lógica de topadora la pequeña agricultura, los montes y la vida tranquila de la gente sin nombre. “Nuestro pueblito se está cayendo a pedacitos. No quiero que esto se vuelva a repetir y que a nadie le pase lo que nos pasó a nosotros y a los Arévalo. Que la gente tome conciencia, acá no hay política, sí una criatura que murió y fue enterrada”. José Rivero se llamaba como su niño muerto. No habla del barrio Ituzaingó.
Habla de Lavalle. La misma tierra ahogada por el mismo veneno.
El juicio que comenzó el lunes es una luciérnaga en la noche.
El poder es un criminal impune.
Pero teme que amanezca. Y un día, en los días del tiempo, un día amanecerá.
Por Silvana Melo (APe)
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